… mi madre retoma la pregunta:
―¿Qué es entonces la felicidad?
Y todos sabemos o creemos saber qué es. Hasta recordamos la última vez que fuimos felices. Aun así dudamos en la definición y ninguno se arriesga a afirmar si ahora mismo es feliz.
A mi hermana jugar con su perro la hace feliz; a mi hermano, practicar deportes extremos; a mi padre, tener dinero en el bolsillo; a mi madre, el amor de la familia, y ¿a mí? Pues a mí… ir a cine, las crispetas y la Pepsi Cola.
Mi padre opina que la felicidad que nos ofrece una religión es como el opio del pueblo. Y todos reímos. Reímos porque él mismo un día nos enseñó que Karl Marx dijo que “la religión es el opio del pueblo”. Como sea, se repone del abucheo y continúa:
―La felicidad es una idea, un invento, algo subjetivo. Que no se les vuelva una obsesión.
Mi hermano, de niño, era feliz escapándose de la casa para ir a jugar fútbol con sus amigos y terminar dándose trompadas con alguno de ellos por faltas inexistentes. Mi hermana, hasta los doce años, era feliz visitando zoológicos, recogiendo perros de la calle y asistiendo al nacimiento de cualquier animalillo. A mí la felicidad infantil me la dio hablar con el silencio, reconocer la belleza de la soledad y ver pasar el tiempo en el canto de los gallos.
Mi madre dice ser feliz cuando sus hijos somos felices.
Mi papá entonces se pone serio e insiste en afirmar que la felicidad no es lo importante en la vida y que nunca será huésped permanente de la casa porque es algo que viene y se va. Todos nos quedamos callados, pero mi hermana reclama:
―Mamá nos enseñó que tenemos que procurar la felicidad haciendo lo que nos gusta, ¿y ahora nos dicen otra cosa?
―No hay contradicción. Hay que procurar vivir felices ―agrega papá.
Mi hermana cuenta que tiene veintisiete deseos de “feliz año” acumulados desde la primera semana de enero y también doce deseos de “feliz cumpleaños”.
Mi hermano le contesta que esos deseos de “feliz año y feliz cumpleaños” son palabras, hipocresías sociales sin contenido, frases que la mayoría dice por decir.
Yo opino que las cosas no son como suenan si no creemos que son: si creemos en esas palabras, habrá milagro, serán realidad. El tema es lo que uno hace con lo que le dicen.
―Tristezas, miedos, dudas y desgracias nos apartan de la felicidad, pero esas situaciones, así como vienen, se dispersan ―predica mi madre.
―Comprar cosas… ¿nos hace felices? ―pregunta papá. Y sin esperar que respondamos grita―: ¡Jamás! Jamás tener y comprar cosas debe ser la felicidad. ¡Ojo! Una cosa es el placer y otra la felicidad.
Mamá, para suavizar el ambiente, cuenta que su madre (mi abuela) siempre dijo que la felicidad era estar vivo y con salud.
Nos quedamos en silencio. Mi hermana, quien creía que cursando una carrera universitaria sería feliz, baja la cabeza y a mí me dan ganas de llorar por ella.
Yo, que creo ser feliz sin meterme en la vida de nadie a la espera de que nadie se meta en la mía, dudo y siento un temblor bajo los huesos.
Mi hermano sabe lo que pienso, me mira de soslayo y sonríe (como burlándose).
―La felicidad siempre es un recuerdo, no se puede agendar ―termina mi padre.
―Como sea, yo pienso ser feliz toda la vida. ¡Toda! ¡Toditica! ―les contesto.