Un padre interpreta y enseña a su hijo los mejores caminos para transitar por el mundo. Aconseja y traduce en tiempo real como lo haría un trujamán árabe del siglo XIII. Y claro, inspira a su heredero a defenderse como pueda de los embrujos, destellos y escalofríos de la realidad y su gente (así lo diría el manual del buen papá).
Pero en realidad los padres terminamos siendo una herida abierta en el corazón de sus hijos, para bien o para mal. Lo atestigua una larga tradición literaria sobre el tema: Sófocles (Edipo rey), Shakespeare (Hamlet), Pamuk (La chica del pelo rojo), García Márquez (Cien años de soledad), Vargas Llosa (La fiesta del chivo), Kafka (Carta al padre), Quintero Cuellar (Destellos y suspiros); y tantos otros…
Hay padres de todos los colores: amorosos, comprensivos, buenos, responsables, ejemplares… pero también salvajes, brutos, irresponsables, despreciables. El destino, esa lotería de dios nos provee uno, y el tiempo, sonriendo, nos dirá la suerte de progenitor que tocó.
Lo ideal sería un padre para conversar, que nos inicie en los asuntos del vivir, nos enseñe a montar en bicicleta, decir buenos días… e invite a conocer lo que hay detrás de la cortina. Pero la realidad no siempre es tan idílica, tan perfecta.
Los padres ejecutamos el papel a nuestro aire, sin que nadie nos eduque para ello, un albedrío garrafal para la humanidad.
El festejo inmerecido por el día del padre viene con una oración de gratitud sonrojada: “hijos, perdonen mi ignorancia”.
Licenciado en Literatura y Lengua Española, Especialista en Pedagogía de la Lectura y la Escritura de la Universidad del Cauca; Especialista y Magíster en Filología Hispánica del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Madrid España.